Manu Arregui

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    • Ejercicios de medición sobre el movimiento amanerado. 2014-2019
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Ejercicios de medición sobre el movimiento amanerado. Instalación de 7 pantallas de HD-Video con altavoces y 24 impresiones sobre papel. Medidas variables

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Ejercicios de medición sobre el movimiento amanerado. 2014-2019

Instalación de 7 pantallas de HD-Video con altavoces y 24 impresiones sobre papel. Medidas variables

Con ayuda de reglas gráficas, líneas de retícula y rastreadores de posición sobre diferentes articulaciones del cuerpo, Manu Arregui parece querer constituir un sistema científico con el objetivo de esclarecer en qué consisten exactamente esos movimientos afeminados que, resultando socialmente reprobables, no cuentan con una adecuada descripción formal. Irónicamente, el artista captura y cataloga una tipología gestual con el fin de establecer una normativa ecuánime donde los ciudadanos puedan conocer la conducta corporal inadecuada a su sexo que reprueba su comunidad. Una forma de visibilizar esa serie de normas no escritas para conformar lo que la sociedad espera de un hombre.

La serie de gráficos subtitulada Nelly, Swish, Blasé y Camp presenta mediciones sobre cuadrículas milimetradas para ilustrar los cuatro tipos de movimiento según las categorías de afeminamiento establecidas por el psicoterapeuta C. A. Tripp en su precursor y controvertido libro La Cuestión Homosexual (The Homosexual Matrix, 1975). En diversos análisis sobre la gestualidad se afirma que tradicionalmente lo masculino cohíbe el impulso. No resistirse al impulso conlleva liberarse del estereotipo, dejar de ser un “hombre”.  La actitud masculina es de compostura, mientras la mayor parte del movimiento y la emoción surgen fuera del sujeto. Un movimiento masculino es recto, enérgico y contiene desplazamientos grandes y cortados que se oponen a los ondulantes, suaves, vacilantes y pequeños. Los gestos masculinos de las manos dan impresión de rigidez, los movimientos de las muñecas son escasos y los dedos solo se flexionan para ejecutar una acción y jamás aletean. Los elementos de flexibilidad y animación no están en consonancia con la idea de la masculinidad heteronormativa. El principio que guía el mantenimiento de una imagen masculina es que un hombre debe permanecer fijo, como si todo lo que es curvado, frágil o desviado de su conducta se endureciese bajo la presión del exterior para llegar a ser el hombre curtido, de pocas palabras, el tipo fuerte y silencioso. Dentro de esa posición estructurante del orden de los géneros, los movimientos femeninos serían curvos y flexibles, implicando una predisposición escasa a la agresividad o resistencia y comunicando aproximabilidad, dulzura o sumisión, condiciones que garantizan la continuidad de la hegemonía del hombre dentro de las áreas dominantes de poder.

Manu Arregui presenta un proyecto en el que investiga los códigos y connotaciones vinculados a la gestualidad. Tomando como motivo las manos, el cuerpo y el rostro en movimiento, el trabajo presenta el movimiento afeminado como activador del derecho a disentir y el desajuste del individuo frente a la sociedad por sus imperativos sexistas de masculinización. Los gestos afeminados en un varón no son aceptados socialmente, son considerados un signo de debilidad y de superficialidad. En todas las formas de hacer las cosas siempre hay dos versiones, la masculina y la femenina, en la manera de coger una taza o mirar al cielo, y ahí están las normas no habladas para acusar al individuo que actúa de forma impropia a su sexo. Esta afeminofobia también se respira entre algunas subculturas del colectivo homosexual, gays que amoldan sus escenas de visibilidad pública siguiendo las regulaciones dominantes, rechazando cualquier manifestación de diversidad o discrepancia. Esto supone una alianza intolerable con lo peor del machismo y la misoginia que caracteriza la cultura heteronormativa totalitaria, y en el fondo no es sino otra forma de homofobia en su afán de desaprobar el comportamiento afeminado, especialmente en lo referente al aspecto personal y la expresión corporal.

La historia nos alerta de cómo con la llegada de las crisis económicas la fobia al afeminamiento se recrudece. El mundo de la danza muestra un claro ejemplo, a principios del siglo XX para amparar el baile masculino contra la desaprobación homófoba, para propagar la idea de que los hombres que bailan son respetables y no necesariamente homosexuales, el reconocido coreógrafo Ted Shawn arremetía contra los ballets rusos: «América pide masculinidad en vez de arte», virilidad y nacionalismo contra la gran depresión. Shawn evocaba imágenes de esculturas griegas. Su lema era energía, humildad y bravura. Él componía danzas viriles, no sexuales, los bailarines nunca se tocaban. Después, algunos prestigiosos coreógrafos modernos encontraron protección para su condición homosexual neutralizando lo masculino y lo femenino, las connotaciones sexuales, centrándose en propiedades abstractas como el espacio, el tiempo y el movimiento. La danza moderna crea un entorno antisexual, con una racionalidad masculina que lo distinguía de las excavaciones interiores de sus colegas femeninas. En este caso el significado no estaría en las implicaciones psicológicas del movimiento corporal sino en las características físicas del movimiento en sí mismo. Merce Cunningham declaró acerca de sus propias coreografías: «no hay símbolos, ni historias, ni problemas psicológicos. Lo que ves es lo que hay». Durante un siglo coreógrafos y bailarines han cultivado una danza que responde a las emociones y a las formas, pero no a los impulsos sexuales. Una coyuntura de velado moralismo conservador sacudido intermitentemente por la acción de diferentes movimientos de liberación gay y la crisis del SIDA, propiciadores de nuevas manifestaciones políticas, éticas y estéticas.